|
Nota |
|
TEATRO
: 24/8/2015
|
|
|
|
"La amante de Lawrence", un amor forzado y buena factura artística
|
|
|
teatro
"La amante de Lawrence", de Beatriz Matar, indaga en las posibles variantes del amor y el sexo a partir de un hecho dado, que con buena mano dirige Luis Salado en la sala Boedo XXI, Boedo 853, donde se puede ver los domingos a las 20.
La referencia al escritor británico D.H. Lawrence (1885-1930) no llega a mayores, pues la acción se desarrolla en una estancia de la pampa húmeda en la década de 1980, adonde llega un atildado escritor (Alejandro Velasco) para reponerse de alguna oculta enfermedad.
Allí se encuentra con un capataz (Jorge Booth) y su esposa (Verónica Alvarenga), quienes no están en el mejor momento de su matrimonio: hay una real incompatibilidad sexual entre ambos, ella no puede soportar la rudeza de su marido y el hombre se da a la bebida y visita sin disimulo otros lechos.
La figura de Lawrence es evocada sí en la presencia del escritor pueblerino, que lee alguna novela del inglés, lo que da pie a una relación en principio distante entre él y la mujer, también madre y escritora aficionada.
Lo que comienza como una relación maestro-alumna, con ciertas tiranteces por la impiedad de los juicios del visitante sobre los escritos de la interesada, va cobrando una dimensión inesperada porque el hombre se confiesa claramente gay y se supone que la cosa no irá más allá del afecto.
Pero la pieza, un melodrama ya dirigido por Salado en 2004, con otro elenco, atento a las posturas de amplia libertad sentadas por Lawrence, supone que del mismo modo que una persona heterosexual puede incurrir en lo homo, el homosexual puede recorrer el camino inverso en busca de otros conocimientos.
Queda claro que el personaje sigue siendo gay, que lo seguirá siendo aun después de su experiencia con la mujer, aunque la frase temida -"tengo sida"- dicha en aquella década significaba sin duda una sentencia de muerte.
Del otro lado está el personaje más difícil, el del marido explotado por el patrón de la estancia y al mismo tiempo apegado a todos los prejuicios del machismo, un casi analfabeto que lee con dificultad, al que irrita la relación entre su mujer y el visitante, al mismo tiempo que le significará un cambio interior inesperado.
El director Salado tiene la virtud de ofrecer un trabajo fuertemente emotivo sin caer en las trampas de un texto propenso a los excesos -por ejemplo, en las escenas amorosas se habla demasiado, lo que resta encanto a los primores de la puesta- y maneja con tino las semillas de violencia en el último encuentro entre los hombres.
Con una acertada escenografía de Constanza Gentile y la sobria iluminación de Oscar Gamundi en el pequeño escenario de Boedo XXI, logra una tensión dramática sostenida, con toques de belleza aun en lo que no se dice.
Para ello cuenta con un actor de soberbio registro (Booth, visto en el unipersonal "Allende, la muerte de un presidente"), a cargo de un papel en el que otro podría patinar fácilmente, preciso en voz y presencia, pese a que el texto de Matar le impone una brutalidad con pocas variantes.
Frente a él, Velasco y Alvarenga son capaces de hacer subir la temperatura, tanto en lo erótico como en lo sentimental de un modo ejemplar, pese a que hay algo que chirría en ese vínculo aunque la dramaturga quiera convencernos de que todo en la vida es posible.
|
|
|